En el año 532 Justiniano, emperador romano de Oriente,
decide ampliar su programa de construcción de nuevas iglesias cristianas en la
más importante ciudad de su Imperio, Constantinopla, con el levantamiento de
una nueva basílica, a la que resolvió dar el nombre de Santa Sofía. A tal
efecto, hizo venir hasta la capital, para que llevasen a cabo el proyecto y la
dirección de la construcción, a dos griegos de Asia Menor, Antemio de Tralles e
Isidoro de Mileto, quienes en un plazo algo inferior a los seis años lograron
completar un edificio caracterizado de una parte por la monumentalidad de sus
dimensiones, basadas sin embargo en un exquisito sentido de la proporción; y de
otra parte, por suponer una perfecta síntesis entre las tradiciones artísticas
occidentales y las orientales.
La planta del nuevo templo se basó en la creación de un
rectángulo de 81 metros de largo por 68,7 de ancho. En él se inscribió un
cuadrado de 31 metros de lado, en cuyas esquinas cuatro gigantescos pilares
sostienen la famosa cúpula nervada que singulariza al edificio y que alcanza en
su punto más elevado los 55 metros de altura. Esta cúpula se apoya también
sobre cuatro arcos de medio punto, dando lugar a un sistema de cuatro pechinas
(o triángulos de lados curvos) que completa este espacio central de la
basílica. En todo caso, y para terminar de recoger la enorme presión originada
por el peso de la gran cúpula, los arquitectos ubicaron también, en dos de los
lados y a una menor altura otras dos medias cúpulas (bóvedas de cuarto de
esfera). Bajo ellas hallamos ábsides con diversos niveles de arquerías.
Todo lo anterior demuestra ya con creces los profundos conocimientos científicos
y la pericia arquitectónica de quienes levantaron la basílica de Santa Sofía,
que queda confirmada igualmente cuando contemplamos los detalles del interior.
El espectador no tiene ante sí ningún obstáculo visual que le impida disfrutar
del conjunto en toda su longitud, de la belleza de la amplia nave central, dado
que todo el sistema de empujes de la cúpula se resuelve sobre las naves
laterales y los extremos de la principal. Además, un interesante sistema de
iluminación natural completa el efecto de asombro buscado por los arquitectos.
Destaca en este sentido la disposición de una serie de 40 ventanas en el mismo
tambor de la cúpula, como si de un anillo de luz estuviésemos hablando.
Por otra parte, en
toda la construcción el material básico empleado fue el ladrillo,
revestido de mármol en las zonas más visibles, como los zócalos, mientras que
las cúpulas y los ábsides fueron recubiertos prácticamente por completo por
mosaicos o pintura mural. Puede afirmarse que Justiniano no ahorró coste alguno
para dotar a la iglesia de la grandeza que correspondía al templo principal del
Imperio Bizantino. Además, la iglesia se completaba originariamente con dos
atrios dispuestos uno a cada lado del edificio; en la actualidad se conserva
sólo uno de ellos, que funciona con nártex del templo. En él se conserva
todavía el primitivo baptisterio cristiano, con una enorme pila bautismal del
siglo VI.
Es sabido que tras la conquista de la ciudad por los turcos en 1452 Santa Sofía fue inmediatamente
convertida en mezquita, lo que demandó realizar algunas actuaciones urgentes
(como la ocultación de los rostros ubicados
en pinturas y mosaicos). Con el tiempo, además, fueron añadiéndose
algunos otros elementos que desvirtúan en cierto sentido su concepción original, como los enormes
contrafuertes externos o los diversos minaretes. Finalmente, en los últimos
diecisiete años, el templo (ahora islámico) ha sido sometido a un amplio
proceso de restauración.
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