lunes, 2 de septiembre de 2013

Iglesia de Santa Sofía

En el año 532 Justiniano, emperador romano de Oriente, decide ampliar su programa de construcción de nuevas iglesias cristianas en la más importante ciudad de su Imperio, Constantinopla, con el levantamiento de una nueva basílica, a la que resolvió dar el nombre de Santa Sofía. A tal efecto, hizo venir hasta la capital, para que llevasen a cabo el proyecto y la dirección de la construcción, a dos griegos de Asia Menor, Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto, quienes en un plazo algo inferior a los seis años lograron completar un edificio caracterizado de una parte por la monumentalidad de sus dimensiones, basadas sin embargo en un exquisito sentido de la proporción; y de otra parte, por suponer una perfecta síntesis entre las tradiciones artísticas occidentales y las orientales.


La planta del nuevo templo se basó en la creación de un rectángulo de 81 metros de largo por 68,7 de ancho. En él se inscribió un cuadrado de 31 metros de lado, en cuyas esquinas cuatro gigantescos pilares sostienen la famosa cúpula nervada que singulariza al edificio y que alcanza en su punto más elevado los 55 metros de altura. Esta cúpula se apoya también sobre cuatro arcos de medio punto, dando lugar a un sistema de cuatro pechinas (o triángulos de lados curvos) que completa este espacio central de la basílica. En todo caso, y para terminar de recoger la enorme presión originada por el peso de la gran cúpula, los arquitectos ubicaron también, en dos de los lados y a una menor altura otras dos medias cúpulas (bóvedas de cuarto de esfera). Bajo ellas hallamos ábsides con diversos niveles de arquerías.


Todo lo anterior demuestra ya con  creces los profundos conocimientos científicos y la pericia arquitectónica de quienes levantaron la basílica de Santa Sofía, que queda confirmada igualmente cuando contemplamos los detalles del interior. El espectador no tiene ante sí ningún obstáculo visual que le impida disfrutar del conjunto en toda su longitud, de la belleza de la amplia nave central, dado que todo el sistema de empujes de la cúpula se resuelve sobre las naves laterales y los extremos de la principal. Además, un interesante sistema de iluminación natural completa el efecto de asombro buscado por los arquitectos. Destaca en este sentido la disposición de una serie de 40 ventanas en el mismo tambor de la cúpula, como si de un anillo de luz  estuviésemos hablando.


Por otra parte, en  toda la construcción el material básico empleado fue el ladrillo, revestido de mármol en las zonas más visibles, como los zócalos, mientras que las cúpulas y los ábsides fueron recubiertos prácticamente por completo por mosaicos o pintura mural. Puede afirmarse que Justiniano no ahorró coste alguno para dotar a la iglesia de la grandeza que correspondía al templo principal del Imperio Bizantino. Además, la iglesia se completaba originariamente con dos atrios dispuestos uno a cada lado del edificio; en la actualidad se conserva sólo uno de ellos, que funciona con nártex del templo. En él se conserva todavía el primitivo baptisterio cristiano, con una enorme pila bautismal del siglo VI.


Es sabido que tras la conquista de la ciudad por los  turcos en 1452 Santa Sofía fue inmediatamente convertida en mezquita, lo que demandó realizar algunas actuaciones urgentes (como la ocultación de los rostros ubicados   en pinturas y mosaicos). Con el tiempo, además, fueron añadiéndose algunos otros elementos que desvirtúan en cierto sentido  su concepción original, como los enormes contrafuertes externos o los diversos minaretes. Finalmente, en los últimos diecisiete años, el templo (ahora islámico) ha sido sometido a un amplio proceso de restauración.

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