Nos
encontramos ante una obra pictórica, perteneciente al Renacimiento,
concretamente con la Última Cena, una pintura mural realizada entre los años
1495 y 1497 por Leonardo da Vinci parara
el refectorio del convento de Santa María della Grazie en Milán por encargo de
su mecenas en la época milanesa, Ludovico el Moro. Su estado de conservación,
después de numerosos problemas y restauraciones, es muy malo.
Esta
pintura representa la última cena que Jesús celebra en compañía de sus
discípulos. Apartándose de la iconografía, hasta entonces tradicional, no aísla
a la figura de Judas al otro lado de la mesa. Ni siquiera lo señala
especialmente ofreciéndole comida, quedando, su figura, integrada en el resto
del grupo, sin la importancia que suele tener en otras
composiciones del tema. En vez de
ella es Cristo el centro de atención. Su figura tranquila en medio de la
crispación general de los apóstoles que acaban de escuchar de sus labios que
alguno de ellos le traicionará. De esta manera, Leonardo deja el tema de la
traición en un segundo plano, centrándose en las distintas reacciones
psicológicas de los apóstoles ante la noticia. Su interés es casi más humano
que religioso: estudiar la diversidad de los estados anímicos del ser humano,
desde la sorpresa a la ira o la duda, que contrastan con la ya citada
tranquilidad de Cristo.
La
rapidez e imposibilidad de retoques que tenía la tradicional técnica al fresco,
utilizada habitualmente para este tipo de trabajos, hizo que Leonardo buscara
nuevas formas que le permitieran un trabajo más sosegado y con posibilidad de reformas. Fue por
ello por lo que probó una técnica de óleo sobre el muro que muy pronto demostró su poca adaptación al muro, por lo demás contiguo a la
cocina y su calor que hizo deteriorarse rápidamente toda la escena.
La obra se
encuentra regida por un fuerte rigor geométrico puesto al servicio del tema y
su lectura. Parte de una simetría marcada por Cristo como eje. Su figura, en
forma piramidal ocupa una porción
importante del espacio central, aislado del resto y recortada a contraluz
contra la ventana que, con su frontón curvo, vuelve a remarcar su figura, casi
como si fuera un nimbo. A sus
lados, los apóstoles se ordenan en dos grupos de tres personajes que se
relacionan entre sí a través de los gestos de las manos. Estos grupos generan
una serie de tensiones internas y contrapesadas dentro del lienzo (al modo de
un contrapposto clásico), y así, mientras a la izquierda de Cristo los
apóstoles más cercanos retroceden, este movimiento se contrapone y anula con
los de la derecha, que avanzan. El mismo efecto, aunque suavizado por la
distancia, se opera en los grupos exteriores, quedando de esta manera Cristo
como el centro inmóvil de las tensiones, lo cual reafirma aún más su
preponderancia dentro del lienzo.
El color utilizado se
encuentra sometido a la composición simétrica que realza la figura de Cristo.
De esta forma se emplea de forma equilibrada, sobre todo en los dos básicos
(azul y rojo), que se distribuyen por el cuadro haciendo pareja con el lado
contrario. Esta alternancia se culmina en la figura de Cristo, dividida en dos
zonas cromáticas que resumen todo el cuadro. El resto
del lienzo está ocupado por tonos terrosos de carácter neutro que eliminan
distracciones y concentran la mirada en la acción.
Encontramos
dos focos de luz en la obra. Uno procede desde el exterior, a la izquierda del
espectador. Su función es iluminar la escena y sus personajes suavemente, sin
crear un claroscuro excesivo ni expresivo. No tiene, por tanto, otras funciones
que las descriptivas, sin intenciones de dar mayor intensidad a la escena. En el
fondo, tras la tres ventanas abiertas, proviene otra luz, esta vez exterior y
azulada. Su origen puede encontrarse en el mundo flamenco del que tantas cosas
extraería Leonardo. Esta
doble disposición de luces tendrá un amplio eco en autores posteriores, como
Tiziano o el propio Velázquez en sus Meninas.
Leonardo
utiliza en la obra tres formas de conseguir un espacio tridimensional. Por una
parte las paredes y el techo crean líneas de fuga a través de los tapices y
casetones que nos conducen hacia la pared del fondo (perspectiva lineal). Por otra
parte se busca una definición del espacio a través de la nitidez de los
perfiles que contrastan con el fondo azulado y borroso
del paisaje tras las ventanas. Además, en todo el lienzo se recurre a la alternancia rítmica de zonas claras
y oscuras en profundidad que consiguen crear la impresión tridimensional.
Es
importante señalar que Leonardo no quiso, tan sólo, crear este artificio de
tridimensionalidad en el espacio representado, sino que intentó unificar éste con el real del propio refectorio. La forma de realizarlo se basa
en conseguir una simulación de continuidad en la zona pintada que se cubre con
la misma techumbre que la real, sigue el ritmo de las paredes repitiendo sus
mismos motivos e incluso es iluminada desde el mismo lado que la
sala real.
De esta
manera se consigue unificar escena con realidad, acercando el tema al
espectador que se siente incluido en el mismo espacio. La
plasmación del hombre y los movimientos de su alma siempre habían sido el
objetivo de Leonardo. Para ello se vale de la constante observación de las
fisonomías y los gestos que luego reutiliza para sus obras. La
variedad de gestos y actitudes constituye un verdadero catálogo de las distintas
reacciones humanas ante la noticia de la traición, desde la placidez de Cristo
hasta la expresión de la ira, la incredulidad, la duda..., representado
mediante el lenguaje de las manos y los gestos de la cara.
En cuanto
a las anatomías son correctas, aunque menos idealizadas de las que podemos
encontrar en otros pintores del Renacimiento. En ellas, y por lo anteriormente
dicho, la belleza cede a favor de un mayor realismo de la expresión a excepción
de la figura de Cristo, perfecta en su quietud y estudio, más bella aún por el
contraste con los otros gestos y caras de sus discípulos.
Pese a
todos sus problemas de conservación, la Última Cena constituye uno de las obras
centrales de Leonardo debido a su interés por la perspectiva aérea, la
composición equilibrada pero dinámica e interrelacionada, el estudio
psicológico de los personajes...
En ella podemos observar el equilibrio final
que había encontrado la pintura del Cinquecento, uniendo el interés por la
perspectiva, volumetría y composición de los pintores más avanzados del siglo
anterior (Masaccio, Piero della Francesca...) con la expresión de los
sentimientos y el carácter narrativo y emocional que caracterizaba a los
pintores más tradicionales (Fray Angélico, Botticelli...), buscando el
equilibrio entre representación y expresión que caracterizará los primeros años
del siglo XVI.
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